Copiar a Teresa

Quieta, quieta como la estatua de Colón que hay después de la Rambla, así se quedó pensando lo que empezó a tramar. Y no fue por los canales complejos en los que las mujeres se mueven cuando están dolidas, lo de ella era algo profundo, profundo de verdad y menos dramático. Lo que le sucedió fue demasiado crudo como para poder esquivar la realidad eligiendo el guion de una de esas novelas que pasan por la televisión después del almuerzo. Su venganza no fue una cuestión femenina que se canaliza en un ataque de histeria con el que dejarse explotar, su venganza fue grande. Inmensamente grande y bella. Seguramente que también la hubieses aplaudido. Ovacionado y copiado. Copiar es lo que ahora toca. Copiar a Teresa.
Imitar la venganza de Teresa. Una venganza santa que la santifica por encima del motivo y lo abarca todo hasta llegar a la humanidad. Bravo Teresa, mil veces bravo.
Ves, no fue un impulso de mujer, es algo más complejo y por eso estaba quieta como la estatua de Colón pensando por dónde empezar. Hilando todo para que suceda sin error, sin evidencias a la vista. Sin más dolor que el que toca ahora, el dolor que se lleva al que tiene toda la culpa.
Sin sangre, sin gas, sin asfixias, tenía que hacerlo diferente, ganarle a la lupa del médico de turno pero no sabía cómo. Tampoco cómo entrar sin exponerse, sin saltar a la vista que ella no reza, ni siquiera sabe por dónde empezar a persignarse o como hacerle a las cuentas del rosario. Y todo lo tuvo que tramar sola. La Teresa que trabaja de asistente social en un centro de menores en un pueblo pequeño al que llega el tren, y que tiene siete pacientes que no tienen más de 28 años y 3 de ellos se han confesado. No fue el cura, el que lo hizo es el que limpia después.
Llegó temprano y se quedó esperando el tiempo que duró la misa del domingo. Eran las siete cuando todo terminó, dio una vuelta por el lugar hasta que se encontró con él de frente. Le sonrió, ella respondió y le cedió el paso. El quedó de espaldas a ella, abrió el bolso y sacó una jeringa con un líquido rojo, rojo carmesí. Volvió hacia él y le clavó la aguja en el cuello. No había nadie para ver, nunca hay nadie después de misa por eso él hacía lo que quería con ellos.
La primera reacción es la pérdida de sensación en las piernas y en los dedos, le dijo y él cayó al suelo, la miró fijo sin entender. Sin entender a la mujer fuerte y grande que lo miraba de arriba. Ojos verdes, piel aceituna y con más de 50 años. Una mujer con las cosas claras, con las ideas frescas, con el corazón bien caliente. Tan caliente como para hacer lo que otros no se atreven. Una mujer protectora se leyó en las noticias.
Ahora tendrás un shock anafiláctico y después la contraindicación de una sobredosis dice muerte, fue lo último que Teresa le dijo. Lo último que el escuchó porque después se murió. Tal cual, el médico dio su parte a la policía y el caso quedó cerrado a no ser por la carta que llegó dos días después al editor del diario del pueblo. Nada es lo que se aparenta, leyó. Las palabras abusos de menores estaban subrayadas en rojo y también cómo lo hizo por si otros no sabían cómo curar lo que la sociedad enferma: una sobredosis de B12, la misma vitamina que ella se inyecta todos los meses para evitar un ataque de histeria en su sistema nervioso. Uno de esos ataques que tienen las mujeres cuando la realidad le genera ansiedad, incluso después de una tetera de tila.

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