El laberinto de Eva

Eva vive al final de un laberinto maldito color pastel que la mantiene apartada de todo lo que duele, de ella, de quererse tanto. Del grito, del llanto, del aire y la lluvia en los ojos. De los rasguños. También del aire, los suspiros y sobre todo, de su curiosidad. La curiosidad de Eva que es inmensamente grande, que la estampa contra esas paredes pastelosas cuando se descuida, que le provoca taparse la cara cuando llora. Esa misma curiosidad que siempre la contradijo, que la desequilibra desde el bautizo. Que la hace feliz y después infeliz. Que la condena y a la vez, es lo único que la libera. Es que a Eva le duele su curiosidad desde que se escapó de esa rutina forzada y tropezó con el viento. Le secó las lágrimas y le gustó. Le gustó saberse lejos de su laberinto. Se encontró con la libertad de cara, ese simple y complicado poder elegir. Reemplazó la lista de las compras por el de las oportunidades y descartó las posibilidades que le sobran. Por eso la obligaron a levantar ese laberinto color pastel, justo delante de su casa para que la curiosidad no se la vuelva a llevar a donde nadie ha ido jamás. Una pared alta para que no no vea más allá de sus narices, que se conforme con lo que es. Con lo que se supone que todas las Evas tienen que hacer cuando dejan de ser niñas, pero sobre todo ella. Esta Eva a la que se le inventó un paraíso a medida detrás de un laberinto maldito, con cocina moderna y despertador con radio. Con reglas aceptadas, paseos al supermercado y un vestido nuevo cada aniversario para que se olvide de todo. Mientras tanto los años pasan y Eva vive infelizmente feliz una falsa ilusión forzada en un paraíso con Evas sin curiosidad, con besos que recoge de un huerto que no es el suyo. Y carga el cuerpo de una mujer con vestido nuevo cada año y de qué le sirve. No le sirve de nada.
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