Cuando las ilusiones de Marcela
Sí, se había enamorado una vez de los
piolines que movían la circunferencia en la que se subía a surfear
las olas de un mar dulce. Y tan enamorada estaba, que de las manos le
salieron tantas ganas de tenerlo por tenerlo, acariciarlo por
acariciarlo y sus dedos se volvieron enredaderas. Enredaderas que
enredaban ilusiones falsas que en primavera daban flores amarillas
sin sabor ni olor. Flores de mentira. Flores de juguete, de plástico
como las cabezas de las muñecas con las que jugaba a ser mamá y que
después rodaban por la habitación. De eso se enamoraba Marcela
cuando quería querer, de unas ganas imposibles sin concretar, de
algo falso que se inventaba tan perfecto en su cabeza. En su cabeza
enamoradiza con antojos propios de su edad, con sueños por atrapar. Con una lista de ilusiones que quizás no se anime nunca a hacerlas
realidad, todo por miedo a fracasar.
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