Pepa sale de cacería

En las noches salvajes de luna llena, en esas noches cuando todos los lobos salen a comer, Pepa se pinta de barro para taparse el olor. Ese olor a mujer que para algunos quita permiso femenino. Ese olor que dicen que los tienta. Por eso sale vestida de estatua desde los pies a la cabeza, una estatua viviente con una escopeta y una red. Una escopeta que espanta lobos con licencias. Con demasiadas licencias por el mero hecho de estar hambrientos. Y una red para rescatar a las que salen sin saber. Sin saber que hay lobos malos con intenciones falsas, que se visten de civil y que se esconden por allí.

Los sabores de Matilde

Todas las tardes mientras Matilde lo espera, le crujen los dientes. A las cinco se sienta frente al televisor para ver la novela que hace tiempo ya no sigue por culpa de la ventana que no la deja en paz. Se arregla en el espejo del pasillo el peinado y viste de nuevo orgullosa aquel delantal rosa que él le compró en ofertas, hace ya seis años de eso y él no recuerda. Enciende el aparato, sube el volumen, se desliza en los almohadones del sofá que huelen a primavera y finge que está todo perfecto en la casa de la esposa que espera. Así, Matilde poco a poco aprende a ocultar lo que por dentro le duele y le duele cada vez más. Tanto, que el psicólogo en la segunda consulta le dijo que eran problemas en su inconsciente, y como Matilde se siente consciente en este horrible arte de lastimar, dejó visitarlo. Es que a Matilde lo que le duele, le duele de verdad, en el consciente. Por debajo de la blusa y detrás del pecho, y es tan real como su boca vacía mientras mastica algo que le es imposible saborear. De un tiempo aquí él no llega a casa a las seis y no le sonríe a la ventana, ni le acaricia el peinado, ni le toca por debajo de la ropa. Matilde ha dejado de ver la novela y anda con cuidado cuando le sirve la cena para no descubrirlo. Mientras tanto intenta encontrar en la cena los sabores que en la cama ya se han acabado. Trata pero no lo logra y todo le empieza a afectar. Desde el par de sillas en la cocina hasta los jinetes de la apocalípsis; también el delantal y la sonrisa que no está. También este amor que siente y la tiene tan atada a la cocina.

Algo pasó con Carla

Carla se despertó ayer a las siete de la mañana y aunque repitió la rutina que sigue de lunes a viernes, una sobredosis de ingesta de cafeína le provocó una alteración explosiva que la sacó de su lugar. Primero fue en la corriente sanguínea, la sangre se le aceleró más de la cuenta y siete segundos después, las glándulas suprarrenales se le dispararon con una propulsión capaz de imprimir la aceleración de la adrenalina a niveles nunca antes registrados en los riñones de Carla. Tal fue la potencia de aquella propulsión simple y a base de cafeína, que Carla increíblemente se electrocutó con la taza de café justo después del último sorbo y antes de apoyarla sobre la mesa de la cocina. Nadie se percató de lo sucedido excepto por Carla, quien impresionada abrió más de lo que habitualmente abre los ojos y respiró con profundidad, evitando y sin saberlo un posible ataque de pánico. Aunque su cara permanecía inmutable frente a la taza de porcelana, por debajo de sus pupilas dilatadas otra era la procesión que estaba teniendo lugar. Centímetros por debajo de la cabeza de Carla y detrás de la corteza pre frontal, el golpe de energía provocó en sus neurotransmisores un cortocircuito tal, que afectó a todo su sistema nervioso, devolviéndole sin contraindicaciones las ganas a moverse. Un hecho inaudito y con consecuencias revolucionarias para la tranquila vida de Carla, a quien desde ayer el cuerpo le pide a gritos ocupar un lugar distinto del que ocupa. Sin embargo no fue hasta esta mañana y después de dar vuelta y vuelta en la cama, que tomó su decisión. Bien podría haber elegido empezar a desayunar café descafeinado, pero algo pasó con Carla. Su última transacción bancaria dejó en números rojos su cuenta, su jefe no tuvo tiempo de reclamos y nadie en el barrio le volvió a ver el pelo excepto por sus amigos que todavía no se lo creen. No fue hasta tres meses después de lo sucedido cuando recibieron una postal de Carla, que finalmente se reveló lo sucedido: He montado una pequeña cafetería y el azar me trajo a Djibouti. Pensar que todo comenzó en mi cocina. La rutina me ha quedado chica, decidí romper con todos los buenos hábitos adquiridos y buscarme algunos malos y grandes vicios resplandecientes.
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