Brooke Shaden |
Un lunes.
Un martes.
Un miércoles.
Un jueves y otro viernes.
Los sábados y de nuevo los domingos.
Todos los domingos y un día nace y le come todo por dentro y le produce un crac, como el sonido de un hueso roto. Así le pasó a Ana, un sonido lacónico, como el de una rama seca cuando se pisa y odiarlo fue inevitable. Era él u odiarse ella, pero odiarse ella era contranatural, tan contranatural como querer prenderse fuego los pelos del brazo o rasguñarse los pechos hasta sacar sangre.
Hasta vaciarse. Hasta quedarse sin Ana, sin las Anas que la habitan.
Pero no podía. Ana no podía odiarse a ella. No hay Ana contra Ana y de odiar eligió odiarlo a él por haberle provocado una necesidad, esa necesidad tan contranatural de querer odiarse ella.
- Maldito, pensó por primera vez.
Por eso aprendió despacio a prenderlo fuego con el fuego de un fósforo, quemarle la planta de los pies. Los pies que la pisaban, que la atropellaban, que la disminuían.
Que la aplastaron tanto y tanto daño le causaron.
Aprendió a meterle gas por los orificios nasales para contaminarlo por dentro e igualar las ganas carcomidas que él le había dejado, las ganas que una vez sintió cuando se sentía mujer.
Cuando era Ana feliz.
Por eso tuvo que de apoco ahogarlo en una bañera y para que su cadáver no le vuelva a saltar ni una vez y le generara de nuevo esas ganas de odiarse, lo tapó con cal.
- Y shhh, le dijo al espejo. Y así Ana hizo justicia.
Luciana Salvador Serradell
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