Amor y opio
Amor y Opio Corría el siglo XVI. Tenía dos amantes en Johannesburgo. Un esposo en Sofía, y casi un harén en cada capital europea. Una vanguardista para la época, supongo que se trataba solo del mejor de los hedonismos. Pero para febrero de ese año, la apatía por el sexo había consumido mis ganas de cuerpos ajenos. Todo empezó por el placer mismo. Y solo cuando supe ser fiel a mí misma, recibí los más eternos placeres. Luego cuando la rutina del deseo se transformo en hábito, me canse de tanto toqueteo y opte por relajarme en mis campos de la rivera escocesa. Postrada en un escritorio, obsequio de Luis XVII, un día a la semana recibía en mis aposentos a Gian Guliani, un italiano veinteneros que por dos monedas de oro me facilitaba su cuerpo, sin agujas del reloj marcando. Pero las visitas de Gian Guliani fueron más esporádicas. Opte por el reclutamiento total en mi cuarto. Agobiada de tantos hombres saliendo y entrando de mi vida, por primera vez me sentaba frente a mi propia sombra y no entendía a quien veía. Mi esposo, Richard, entusiasmado con el comercio asiático, me propuso un viaje de placer hasta China. Para marzo de ese año, había reemplazado el sexo por el opio. Un delirio que solo la nobleza podía darse. Richard, apenas podía verme. Me amaba, pero su forma de amar era una apatía a mi persona. Nadie ama con los ojos, es necesario el cuerpo. Llegando de Tokio, había comprado unas sedas demasiado suaves para no tentarme. Sentada, apoyaba mi cabeza por sobre la ventana del barco. Todo se movía mientras que mi vida se caía al mar. El momento era el exacto. Saque mi pipa de opio. Tres pitadas profundas. Llené tres veces mis pulmones de aire dulce. Lo retuve 20 segundos, luego exhalé. Estaba lista. Con los pañuelos hice una soga, me até del cuello, y colgándome del ventilador, me dejé caer. Los pies me temblaron. Cuando vi terminar mi vida de la manera más absurda: ?Me arrepentí?. Lo sentí todo, lo vi todo. Y me arrepentí. Los nudos en los pañuelos se retorcían. La clavícula me crujía. Colgada, cayendo a cualquiera precipicio que en ese momento no quería, me estaba arrepintiendo. Lloré. Hacía mucho tiempo que no lloraba. Y ahí estaba, postrada de toda tentativa de acto, y lloraba. Hubiese llorado antes. El pañuelo no aguantó 50 kilos. Caí. Sentada en el suelo. Medité. Me aferré demasiado a la vida en apenas 9 segundos. No eran todos mis hombres, no era mi opio, era mi vida lo que me aburría, pero no tenerla era peor, me deja con cero oportunidad ante todo. Y tenerla era oportunidad a todo. Nunca amé a Richard, tampoco a mis hombres. Tuve dos hijas. Fueron todo.
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