Julieta no quiere a nadie más que a él. Y lo quiere tanto que podría llenar el camino de gotitas de amor hasta rodear el infinito punto rojo con un lazo que lleve su nombre bordado en rojo carmesí. En un rojo carmesí que Julieta misma pinta cada día cuando le dice al oído, te amo. Un te amo que el jamás escucha o escuchará. Un sonido que no le es permitido porque para él, Julieta es un imposible tan real como la necesidad de tomar agua cuando tiene sed. Como la espuma que hace la ola cuando choca contra la piedra. Choca, explota y dejá allí su final. Julieta es su principio y su fin. Su día y su noche. Se le metió en el cuerpo un día, le entró por los ojos y le perforó las entrañas el mismo día en que Julieta se enamoró de él adentro de esa habitación. La puerta se abrió pero él jamás pudo dejarla ir y eso que lo intentó. Julieta es un olor que ya no recuerda, es un trozo de dolor con el viaja. Julieta es la forma de su día, las ganas que se inventa, su primer pensamiento y el último antes de dormir. Es su deseo, es la razón por la cual el cielo se vuelve naranja. Es el ruido en su silencio. Es la risa que no escucha, los labios con los que sueña. Julieta es su ilusión más grande, lo que más quiso y lo que más quiere. Y para Julieta, él es su desesperanza más real. Tan real como el abismo que le generan los besos que no puede darle. Y el silencio que habita cuando le dice te amo al oído y él no está para escucharla. El precipicio con el que chocan sus recuerdos, el aire que toman sus pulmones. Su cielo, su sol, su tierra y su mar. Es el grito después de su silencio. Es lo que más quiere, lo que siempre querrá. Y ahí radica el problema de Julieta, un problema personal que no se puede tratar: no quiere a nadie más que a él porque su amor es tan ideal que nunca se acabará, pero él ya no está. Se fue. Por eso Julieta paga caro el peaje que le pone el infinito cada día. Sobre todo cuando viaja a decirle al oído que lo ama y nunca nadie la espera.
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