Franz Fiedler |
Más de diez acumulaba sin dejarse descubrir. Sin verse de verdad. Sin cambiar el color del lápiz labial, del rímel. Sin cambiar la raya del peinado o lo que los ojos ven y cómo la ven. Sin pensar todo lo que los labios pueden sentir. Sin permitirse todo lo que le falta todavía vivir.
Sin imaginarse
Sin dejarse sentir. Sin sentir, sobre todo sin sentirse y por eso pensó que después de los 35 y sobre todo a sus 40 las personas no se besan.
¿No se besan?, pensó.
Ni uno. Ni un beso en la frente, menos en la boca, y se tocó la boca frente al espejo y pensó en el momento exacto en que los besos se empiezan a olvidar, en el cuándo se dejan de dar y por qué los olvidó. Por qué los olvidó ella, justo ella.
Y pensó en los supuestos. En todos los supuestos que los años acumulan como si la edad fuese una suposición de besos y caricias simples que se dejan un día de dar porque se dieron cuando eran parte del argumento (...)
Pero tenía que pasar algo y ella no pudo disimular que lo andaba buscando, sobre todo hoy cuando no quiso peinarse con el pelo recogido como siempre. Más vale tarde que nunca, pensó y dejó que el desencanto con su cuerpo se deshiciera en encanto.
Claro (...) Y volvió a sentir esa estática en la piel que había dejado de sentir hace años. Increíble (...) Su estomago se puso duro, tan duro que dolió y el aire se volvió denso. Se vio ahora en el espejo y por fin dejó la mente volar en los enredos de su pelo y sintió ganas de llorar. Muchas ganas de llorar por un beso.
Un beso que la deje sin aire, que la lleve a la luna despacito. Suavecito. Con sabor.
Un beso que la enamore de nuevo de todo lo que pasa cuando se pasan los 40. Un beso que la vuelva a enamorar de ella. De la mujer que había olvidado un día en la rutina de los años y en los supuestos que se comen los argumentos simples que enamoran. Un beso dulce para volver a enamorarse de la mujer que coleccionaba besos cuando los besos son más que caricias.
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