Philippe Le Tellier |
Luisa está violenta. Llevaba dos o tres semanas así, con ganas de soltar la furia que siente en la cara de todos. Lo noté cuando la vi el viernes, quedamos para tomar un café y la vi cambiada. No tiene tiempo para nadie, anda inquieta. Un nudo en la boca del estómago la mantiene dura, eso me dijo.
Quedamos a las cinco en Gran Vía y Diputación, y no soltó el bolso en todo el tiempo que estuvo sentada en el bar. Pidió un café cargado, dijo que se sentía cansada. La vi cansada, los ojos caídos, la piel opaca y eso que estaba maquillada, pero igual se la veía agotada.
Revolvió el azúcar con fuerza, como cuando alguien está enojado. Haciendo ruido con la cuchara y abstraída del ruido porque no paraba, tuve que tocarle la mano para que descansara la cuchara. Hablamos de cualquier cosa, sabía que ella no me estaba escuchando y mientras decía lo que decía, me preguntaba qué pasa.
Era la forma en que sujetaba el bolso. Sí, se puede tener miedo a que te roben pero era exagerada su manera. En ese momento pensé que quizás lo llevaba ahí pero no, descarté la idea por la locura. No era el bolso de cuero marrón que siempre lleva, este era un poco más grande y de color mostaza. Era nuevo y quizás por eso no quiso apoyarlo en ningún lado.
- No te conocía este bolso, solté cuando ya no podía mantener dos conversaciones paralelas en mi cabeza.
- Es nuevo, respondió mirándolo y lo apretó aún más hacia ella con lo cual pensé que le había dado la sensación de querer tocarlo pero no lo hubiese alcanzado.
- Me gusta mucho el color, le dije intentando encontrar un tema de conversación.
- Me lo regaló Ignacio para Reyes.
Ignacio es su esposo. Llevan juntos siete años, se conocieron en una discoteca. Siempre pensé que las relaciones que nacen así no duran mucho, pero Luisa e Ignacio eran mi excepción.
A medida que conocía a Ignacio, me gustaba menos, pero me guardé mis opiniones cuando Luisa me dijo que la relación iba en serio. No era su tipo, no era el tipo de ninguna de nuestro grupo. Y no es que exista un perfil determinado de hombre que encaje con nosotras, pero Ignacio definitivamente no me cerraba por ningún lado, por eso me sorprendí cuando se pusieron de novios y me enojé cuando a los seis meses decidieron casarse.
Luisa dijo que yo era una egoísta. Que sentía celos de Ignacio y que nunca pensaba en ella, no es cierto. A Luisa la conozco de toda la vida, sus padres eran vecinos de mis abuelos así que todos los fines de semana de niña, los pasaba jugando con ella cuando iba de visita. Nos hicimos mejores amigas y cuando comenzamos la universidad, nos fuimos a vivir juntas. Ella estudió veterinaria y yo medicina, así que pasamos muchas horas haciéndonos compañía.
Cuando se casó con Ignacio dejó el piso que compartíamos y sí, me costó llenar el vacío que dejó hasta que un mes después se mudó mi hermana a su habitación. Con el tiempo acepté a Ignacio y mi relación con Luisa volvió a la normalidad. Cenas juntas, paseos en bicicleta, noches de cine.
Todo era normal hasta el día después de Reyes y tuve razón, Ignacio no era lo que Luisa quería, confesármelo no lo hizo, tuve que sacárselo poco a poco. Le puse las palabras en la boca y Luisa las repitió poquito a poco, y así se fue dando cuenta que se había equivocado.
- Y te podes equivocar, eso le dije a Luisa, pero a los 27 y con toda una vida por delante, no te podes dar el lujo de perder ni un segundo para corregirlo. Eso mismo, corregirlo, le dije para tranquilizarla. Y eso mismo es lo que hicimos las dos, corregirlo.
- Hay amores que matan, dije en voz alta y a Luisa le entró una sacudida de miedo mientras sujetaba el plato y la taza del café para entregárselo a la camarera.
- Perdona, casi más lo tiro todo, se disculpó. La camarera se retiró y Luisa me echó una mirada seca, una de esas que me dejaban con calambres en el estómago.
- No seas exagerada. No pasa nada, tranquila. Tranqui, repetí cada vez en voz más baja.
Pagamos en la barra y nos fuimos juntas caminando por Gran Vía. Caminamos en silencio para asegurarnos que nadie nos estaba escuchando. Le pregunté en dónde lo tenía, y me dijo que lo llevaba con ella.
- ¿Acá?, solté exaltada. ¡Estás loca Luisa!, le grité. Estábamos solas y nadie nos escuchaba.
- No lo puedo tener en casa, dijo y me pasó el bolso.
- ¿Lo metiste acá adentro?, le pregunté mientras lo abría.
- No, no lo abras acá, y me lo arrebató cerrando el cierre de nuevo.
A Luisa no la volví a ver hasta finales de mayo, así lo habíamos planeado. No queríamos viciar nuestra amistad y un respiro de tres meses nos pareció lo más acertado. En abril Luisa se enteró que estaba embarazada, ese día me llamó. Estuvimos hablando casi dos horas sobre el bebe, posibles nombres, precios de pañales, y me alegré de escucharla feliz.
En septiembre nació Eva, nunca me gustó ese nombre por la reivindicación política y religiosa que genera en mi cabeza pero era la hija de Luisa, y siempre le gustó ese nombre.
- ¿Ignacio? ¿Qué pasó con Ignacio?, me preguntaron cuando declaré por primera vez.
- No tengo ni idea en dónde está, pero para la salud mental de Luisa que haya desaparecido, es el mejor favor que le pudo hacer.
-¿Cómo era la relación entre Luisa e Ignacio?, me preguntaron.
- Desde mi punto de vista profesional: patológica, respondí y no dije nada más y no me hicieron más preguntas. Si hubiese estado otra persona sentada en mi lugar, la cosa no hubiese terminado ahí mismo y el interrogatorio hubiese continuado un par de horas más, pero era yo.
No seamos ingenuos, hay amores que matan es tan válido como hazte la fama y échate a dormir. Mujer en sus 30, psiquiatra de profesión, medalla de honor, profesora universitaria, investigadora, frágil, femenina. Además educada y muy empática, así soy yo y por eso nadie duda de ninguna de las dos.
Qué había en el bolso no es la pregunta. Lo acertado es preguntar qué hicimos con el resto del cuerpo.
Utilizamos ácido clorhídrico, transparente y tóxico. Ignacio se tomó, sin saber (...), claro, los exactos cuarenta mililitros suficientes para matar a cualquier persona, y usamos el resto para hacer desaparecer el cuerpo, tal como lo hubiese hecho John George Haig aunque mejor porque nos aseguramos que Ignacio no tuviese cálculos renales.
Ese día nos guardamos la cabeza, yo la quería para mis alumnos y necesitábamos óxido de calcio que no teníamos, así que Luisa me la entregó cuando quedamos a tomar un café y yo me encargué del resto. Una pena el bolso porque era divino.
Luciana Salvador Serradell
1 comentario:
Y es que esos bolsos tan grandes son un peligro. Glups.
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