Adiós a la princesa de Leticia

Se despertó antes de las siete y se sacudió las ratas. Se preparó un café cargado, tomó una ducha y se vistió con la ropa de siempre pero sin antifaz y sin espejo. Ese día no era para ser princesa. Salió por la puerta grande con una bandera blanca y el mástil herido. Había decidido darle tregua a todas las batallas, retirar lo dicho y empezar a respirar de cero. Dejar de tapar los agujeros con Paracetamol, los alborotos de la soledad y las ciudades en paz. Ya no más empantanarse con los recuerdos, empezar a caminar sola y mandar al diablo el diablo y el resto al carajo. Esquivar leones y las escupidas que van contra el viento. Igual que despedirse de la mala sangre y los intratables desquiciados. De los monigotes, los imbéciles y de su vanidad. De las brujas y las que te sirven cianuro con el té. Todo porque Leticia se despertó con ganas de poner la cabeza al mando y el corazón en segundo plano.

La calle de Anahí

La guitarra suena en la otra habitación. No la quiere escuchar, tampoco quiere estar ahí. Se quiere ir lejos, no sabe a donde pero se quiere ir. Salir de ahí, volver a Brasil. Comprar algo y quedarse a vivir. Tener hijos y hacer las coas que hacen las mujeres después de los treinta. También buscarse un oficio, otro porque el que tiene ahora no le gusta. En realidad nunca le gustó pero no había otra cosa. Además lo tuvo que aprender rápido, tres lecciones a la fuerza y un guantazo en la cara. Esperar en algún punto de la Rambla y animar a que algún guiri desanimado muerda el anzuelo, que la muerda a ella. Esperar parece fácil pero no lo es. No es como esperar el metro en Diagonal, es otro tipo de esperar. Con un ojo está buscando una presa, siempre de lejos el chulo la observa. Observando si cumple con su cuota del día. La observa como una mercancía, como una de esas que traen de China y venden por nada, así la tratan. Y no importa en qué día del mes está o si es navidad. Con el otro ojo observa todo lo que no va a tener, también el respeto que le hace falta. Eso es lo que más le duele, la falta de respeto con que la tratan, el respeto que le sacaron junto con el pasaporte apenas abandonó el aeropuerto. También se llevaron los planes que tenía, ese que decía que estudiaría en la universidad mientras cuidaba los hijos de otra, de una señora con dinero que quería una niña jovencita. Y después volver a Río con reales suficientes como para montar algo bonito. Por eso dicen que parece fácil esperar pero no lo es. Un ojo la cuida mientras el otro se da cuenta cada noche que está un centímetro más lejos de sus sueños, y eso que solo tiene veintisiete. Que sus sueños no son grandes. Sus sueños son pequeños, pequeños pero bonitos. Volver a tener ese respeto que ahora hecha en falta, el que le han robado e irse de aquí. Irse lejos y aunque tenga que mentir para darse una oportunidad. Mentir que no es puta y solo decir que se llama Anahí.

Cuando Bárbara quiere

Cuando las mujeres quieren, cuando lo hacen con locura como lo hace Bárbara, su mundo se les hace grande y pequeño. Ese mundo inmenso que cabe entre sus piernas cuando terminan de parir, cuando terminan de curar, cuando empiezan a cocinar. Cuando salta al precipicio y se deja enroscar por la magia, esa magia que solo las mujeres sienten. Cuando de un armario descuelga un vestido vivo para volverse a enamorar, para querer hasta el límite del arco iris y un sin fin de veces más desde el principio y hasta el final. Desde el parto que la hizo hija y el otro que la acaba de hacer madre. Por eso tiene ahora la panza vacía y el corazón grande, los pechos llenos y los ojos pequeños, dolió. Todos los partos duelen pero cuando las mujeres quieren, cuando lo hacen con locura como lo hace Bárbara, su mundo se les hace grande y pequeño y siempre hay magia. Magia aquí, magia allí, en el campo y en la ciudad. Anoche en el de Bárbara, hubo dos veces magia. Así sucede cuando las mujeres quieren.

Carmela necesita volver a cazar estrellas

Al final del día Carmela se sienta en el borde de la cama. No enciende las luces, tampoco lee. A oscuras fuma un cigarrillo. Demasiado tranquila, demasiado quieta. No hay ningún ruido en la habitación, tampoco en la calle. Los cuadernos están cerrados y los álbumes de fotografías apilados en algún lado. No hay bienvenidos, ni una cuota de vida loca. Tampoco billetes de la lotería, ni copas, ni pasajes de avión. Mucho menos magia, eso ya se evaporó hace tiempo porque ahora solo sobrevive en un cementerio de sueños. Sobrevive en este silencio que es total, silencio por dentro y por fuera. Tampoco hay ecos. Ni siquiera reza. Nada de nada suena en la vida de Carmela, por eso se apaga inalterablemente todos los días a las ocho de la noche. A las ocho, sin más.
Se queda quieta, quieta como un cadáver aunque haya sol, llueva manzanas o de la tierra broten muñecas. Si apenas mira hacia el cielo cuando cierra la ventana de su habitación, hace tiempo que dejó de pedir deseos. Un deseo audaz a todas esas estrellas que dejó pasar por apoyar demasiado temprano la cabeza en la almohada. Por no animarse a quererse un poco más.
Un poquito más le hubiese alcanzado porque Carmela se está apagando antes de cuenta, se apaga detrás de esos ojos que desprenden tristeza. Aburridos, consumidos. Está vacía a no ser por el humo del cigarrillo que ahora aspira. Y eso que solo tiene setenta año, un auto nuevo y casa con piscina. Dos hijas y un ex esposo. Y también cuentas pendientes. Esa lista de cuentas pendientes para con ella que no salda. Que tiene miedo de sacar de la mesita de noche, encender la luz y leerlas en voz alta. Gritarla a los cuatro vientos y que se le acelere el pulso. 
Entonces por pavor a las consecuencias ella y nada más que ella, decide apagarse a las ocho. Ella se lo hace en ese cementerio que edificó para dar lástima. Se vacía llenando con amargura cualquier posibilidad de felicidad. No se permite ser feliz, disfrutar de las pequeñas cosas y de las grandes metas, aunque sea una a la vez pero siempre a paso firme. No asume con ánimo la única responsabilidad que lo cambiaría todo. Ese maldito compromiso al que le tiene miedo, tanto miedo. El compromiso a jugársela por la felicidad. Un todo a todo con ella misma. Feliz, volverse feliz hasta el punto de no tener más ganas de dormir. Feliz aunque sea un mero estado de ánimo pasajero. Feliz fumándose ese cigarrillo observando las estrellas, lo haría entonces sin tragarse el humo después de pedir ese deseo.

Cuando Sara pise santos


Un día se hará justicia cuando se despierte de madrugada a limpiar sus pensamientos y no lo encuentre hurgando en sus ganas con las manos sucias. Pisará santos, clavará cuadros y finalmente podrá decirle adiós a su nombre. A su maldito nombre que no ha dejado de repetir ni un día desde que se le clavó tan adentro, como una pluma que duele en vez de hacer cosquillas. En esta vida seguro que Sara se lo saca de adentro. Una madrugada de la próxima semana o en mil años, pero en esta vida seguro. Entonces todos sus días, todas sus horas se habrán borrado de los recuerdos que ahora habitan en ella. Y cuando alguien diga su nombre, ese maldito nombre que no logra escupir, cabe la posibilidad que Sara vuelva a sentir esas cosquillas de nuevo.
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