Hasta que no tenga con qué voy a quererte

Massimiliano Minocri
Voy a quererte hasta que no tenga con qué. Hasta que tenga que inventarme un invento para llegarte más adentro. 

Tan adentro que pueda tocarte. 

Que pueda quedarme.


El viaje de Mariana a las líneas de su mano

Aëla Labbé

Triste melancolía la de los días grises después de los colores del calor (...) Y así empezó todo.

Un rayo de sol de verano que se ha vuelto otoño a las ocho, cuando anoche se hizo de noche. Cuando se le puso oscuro el corazón y de tan oscuro, negro. Desafinado. Con penas.

Con ganas de un vuelo espacial a otro planeta, empezar en otra galaxia. Mudarse a un punto incierto donde pueda volver a probar sin miedo el fondo de las sensaciones y dejarse desbordar por los vicios, nuevos y viejos.

Un viaje. Sí, un nuevo viaje a poder bajar libre al fondo de su tierra y caminarse las líneas de su mano sin importar si solo sabe quererse de a ratos.

¿Luego?

Después remontarse en su tormenta de luz y de luz apagada.

Escandalizarse.

Irritarse.

Enojarse.

Gritar (...) Gritar para sacarse de adentro todas las broncas cuando se desnude de una vez por todas en la cara de su presente, desnuda para librarse.

Y librarse, de una vez por todas -de una vez por todas, de una vez por todas-, de esas ganas absurdas que tiene Mariana por dibujar castillos flotantes en el fondo de su ojo marrón, sabiendo que cada vez que pestañea, lo rompe.


El crucigrama de Zoe

Aëla Labbé
Desde anoche antes de dormir y hoy al despertar, Zoe siente vivir su vida como haciendo un crucigrama sin tener las definiciones.

Cuando Berta lo quemó

Massimiliano Minocri
Se escuchó las llaves abrir la puerta y después el ruido seco de los pasos contra el parquet, era parte de la rutina. En alguna silla del comedor dejó el abrigo y la llamó dos veces. Berta no respondió y fue hasta la cocina a buscarla, siempre está en la cocina. Abrió la puerta que estaba cerrada - raro que este cerrada, pensó - y al hacerlo, después de abrirla, olió a quemado. A algo quemado que no era pan (...) era carne. Carne escocida.

Humo de carne quemada. Reconoció el olor al instante, el ácido que larga lo que se abrasa.

Que le trastornó el estomago, que la irritó, que le llenó los pensamientos de úlceras cuando le faltó el respeto. También cuando empezó a hacerle el amor a medias porque la otra mitad estaba en otro cuarto, en otro lado, con otra mujer -porque hacía tiempo que Berta sabía que había otra mujer-. Era el mismo sabor que apareció cuando en el guión las caricias se cambiaron por golpes y los besos no pasaban de un hola ajeno.

Un hola articulado, forzado y formal, asquerosamente formal. Un hola de él pensado para no levantar la perdiz, y un hola de cirugía a corazón abierto para ella.

Tanta deuda de afecto mientras ella lo esperó en la cama tantas noches. Tanto tiempo perdido.

(...)

Lo que se olía ahora era el mismo olor a ácido que la empezó a corroer cuando no le quedaron más argumentos para fingir que es feliz si hace tiempo que es infeliz. La más infeliz de todas. Por eso lo incendió. Porque necesitaba sentir esa sensación de paz, de liberación.

De ya no alcanzan los bastas.

Y por eso dejó la cocina. La comida en el horno, el delantal en el piso, las comodidades absurdas y todas las acrobacias que aprendió para llegar viva a fin de mes. También el televisor encendido, la novela de las 8 y el noticiero que viene después.

Lo dejó todo y se fue pero fue cauta. Muy cauta. Astuta (...)

La noche anterior Berta lo besó diferente, un beso con veneno que lo despidió. Una caricia brusca que cortó con la hipocresía que la enroscaba a esa vida imperfecta en la que él se desquicia con ella.

En la que se quita la camisa como un autómata porque ayer se le dio la gana, así porque sí, de golpearla de nuevo, y entonces Berta lo quemó.

Era un viernes como hoy cuando lo hizo y en el cuerpo le quedó un sabor a triunfo después de quemarlo todo (…) después de prenderlo fuego.

De buscar kerosén, un mechero y quemar los miedos. Todos sus miedos ahí mismo, en su cocina. Ese exquisito sabor a triunfo que llega después de acabar con las trabas, hasta las más intimas. De darse cuenta que ya no sirve dejarse pegar primero, pero dejarse pegar tampoco.

Un instante

Massimiliano Minocri
Tuvo un instante, una milésima de segundo antes de poner el corazón en punto muerto y dejar desbarrancar el cuerpo hacia ese lugar donde se guarda lo que el azar deja abandonado para nadie. Sin dueño. Un único instante para reconfortarse antes de lo perpetuo, del hueso que cruje cuando deja de moverse y el musculo que se acalambra fijo a la cama, mientras las manos pierden despacio fuerza. Toda la fuerza que se lleva las ganas y con las ganas el deseo, la voluntad, el apetito, el hambre que algo le ocurra.

Que algo inmensamente grande le ocurra hoy después de salir de la cama. Después de vestirse. Después de caminar por la calle, su calle. Después de respirar hondo, después del semáforo.

Fue una milésima de segundo en el que las probabilidades se mezclaron con esta realidad infinita de su cuerpo inerte que consume de día y de noche, en blanco y negro. Un instante que al final fue menos que el momento que podría haber hecho propio.

Suyo.

Una batalla campal por las posibles consecuencias que le valieron madre. Le valieron madre por eso del miedo, el miedo a que a los sueños sean tan poderosos que ni siquiera cumplirlos pueda superar lo que le hacen sentir antes de dormir.



Las dos cajas de Clara

Alison Grippo
Su cabeza es extraña. Adentro tiene dos cajas, una es tonta y la otra no se sabe relajar. La primera quiere con locura pretender quererlo todo, quererlo con el corazón. Con cada bombeo, como querer porque la sangre se lo pide.

Desde adentro. Incluso aveces desde más adentro de lo que hay adentro hasta querer el segundo ilógico que se vuela porque se tiene que ir y las fronteras que se cruzan cuando no se puede volver atrás.

Cuando se decide no volver.

Y en la otra caja guarda a la Clara absurda. La que le hace preguntas a su historia cuando se escucha pensar y no está bien. Es la locura, absolutamente toda la locura absurda que pesa, que le pesa cuando se deja mal llamar por las tonterías del querer y lo que viene después (...) El divorcio de los sentimientos cuando al final siempre sucede.

Entonces se sienta en una esquina de su caja extraña a aplaudir el resultado del primer round que la acaba de romper toda.

La cara, las piernas, el estomago, el ojo derecho, el labio inferior y las ganas. Las ganas de todo.

Se sienta a aplaudirse.

A aplaudirse bruscamente para poder olvidar el error que inevitablemente va a volver a repetir en un par de días por culpa de su afición. Su afición tonta, loca y absurda de querer intentar querer y querer pensar que con el tiempo se puede enseñar a querer.

A quererla.


La coleccionista de besos que se olvidó besar

Franz Fiedler
A los 40 había olvidado mirarse al espejo como cuando tenía 16 años. Que triste puede resultar el desencanto del cuerpo propio por perderse en la rutina que no lleva a ningún lado, pensó.

Más de diez acumulaba sin dejarse descubrir. Sin verse de verdad. Sin cambiar el color del lápiz labial, del rímel. Sin cambiar la raya del peinado o lo que los ojos ven y cómo la ven. Sin pensar todo lo que los labios pueden sentir. Sin permitirse todo lo que le falta todavía vivir.

Sin imaginarse


Sin dejarse sentir. Sin sentir, sobre todo sin sentirse y por eso pensó que después de los 35 y sobre todo a sus 40 las personas no se besan.

¿No se besan?, pensó.

Ni uno. Ni un beso en la frente, menos en la boca, y se tocó la boca frente al espejo y pensó en el momento exacto en que los besos se empiezan a olvidar, en el cuándo se dejan de dar y por qué los olvidó. Por qué los olvidó ella, justo ella.

Y pensó en los supuestos. En todos los supuestos que los años acumulan como si la edad fuese una suposición de besos y caricias simples que se dejan un día de dar porque se dieron cuando eran parte del argumento (...)

Pero tenía que pasar algo y ella no pudo disimular que lo andaba buscando, sobre todo hoy cuando no quiso peinarse con el pelo recogido como siempre. Más vale tarde que nunca, pensó y dejó que el desencanto con su cuerpo se deshiciera en encanto.

Claro (...) Y volvió a sentir esa estática en la piel que había dejado de sentir hace años. Increíble (...) Su estomago se puso duro, tan duro que dolió y el aire se volvió denso. Se vio ahora en el espejo y por fin dejó la mente volar en los enredos de su pelo y sintió ganas de llorar. Muchas ganas de llorar por un beso.

Un beso que la deje sin aire, que la lleve a la luna despacito. Suavecito. Con sabor.

Un beso que la enamore de nuevo de todo lo que pasa cuando se pasan los 40. Un beso que la vuelva a enamorar de ella. De la mujer que había olvidado un día en la rutina de los años y en los supuestos que se comen los argumentos simples que enamoran. Un beso dulce para volver a enamorarse de la mujer que coleccionaba besos cuando los besos son más que caricias.

 
 

Ven aquí

Jennifer Rau
Ven (...)

Ven aquí.

Vamos a vestirnos juntos de amantes y ver como amanece en Venecia desde las ranuras de mi persiana que dan a la Gran Vía. Vamos a atar una historia, la nuestra o la que nos inventemos, a las sábanas de los sábados y domingos, y cuando nos despertemos juntos, juntos y tomados de la mano, saltaremos desde la altura de mi cama al precipicio de no saber que hay después del fin de semana. Después de fin de mes.

Sin saber que hay adentro de los corazones de papel cuando se arrugan y lo que se esconde entre las arrugas cuando se estiran los corazones. Adentro de los mapas con tesoros de piratas y películas, de galeones y ciudades perdidas.

Sin saber que hay en lo más profundo del mar, mi mar, y por debajo de la tierra, tu tierra. Sin saber si es la primera vez que saltamos juntos o la última vez que se ve Venecia desde aquí.

Alicia se hizo grande


Alicia, la del país de las maravillas un día se hizo grande y cumplió 50, y entonces se dio cuenta que el cuento en el que vivía era una fábula larga que la tenía cansada y amargada; y sin embargo su vida, la que ahora tiene 50 años, era mucha más corta de lo que supuso y tuvo necesidad que sea real, por eso dejó de creérselo.

De creerse el cuento.

Y hoy se pasea lejos de las librerías compensando los cambios hormonales de la menopausia con pastillitas de color azul y aveces con el humo saborizado de un narguile.

Esta nueva Alicia, la que se relaja con el humo y que es tan real como las ganas que todos tienen de dar un buen día con ese país de las maravillas, no se come otro verso ahora que está madura, que tiene canas y arrugas, y que hace tiempo dejó de hablarle al Conejo Blanco desde que empezó terapia para graduarse de esta realidad. La realidad donde sus 50 años valen más que los mil cuentos que le puedan llegar a contar.

De quererse


De querernos, pensó antes de escribir. De escribirle.

De querernos...

Si existiese la posibilidad que no existe, te querría con el mismo vigor que tienen las palabras. Con la fuerza que hace que la i siempre lleve un punto para seguir siendo i. Con la coherencia de los acentos por eso de la entonación, tu entonación que es diferente a la mía y la mía que no es de aquí.

De querernos, te querría con la facilidad de la m cuando es miércoles y la naturalidad de la l cuando es lunes, cuando nos besamos, cuando reímos, cuando andamos, respiramos...

Nos miramos...

Si cabiese la posibilidad que no existe, te querría con la misma coherencia que une la g a tu u, la que existe en los puntos finales de los cuentos que alguien ahora escribe. La misma que hace que las hojas se vuelvan verde en primavera, siempre en primavera,  y ocre en otoño, siempre en otoño.

De querernos, si existiese esa posibilidad que no existe, lo haría con la certeza que la letra e le da a la palabra querer y que todo lo que empieza, termina.

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